Por: Carlos Enrique Cavelier: Son siete los pecados capitales decretados por la iglesia en el medioevo temprano para evitar que monjas y curas se distrajeran de su labor espiritual: la ira, la gula, la soberbia, la lujuria, la pereza, la avaricia y la envidia. Para mi este último, la envidia, es el peor de todos.
No se trata aquí de hablar sobre religión o su historia, pero sí de reconocer que estas enseñanzas dejaron un trazado de valores milenarios que aún hoy podrían/deberían regir nuestros comportamientos. Es claro que la ira puede acabar en odios y hasta asesinatos que fracturan la sociedad. La envidia, por su parte, surge de la incapacidad de igualar a alguien con talento y esfuerzo (pues el talento rara vez sirve sin esfuerzo, como la estrategia en cualquier ámbito no sirve sin una gran ejecución). Aristóteles la definía como el dolor, la tristeza de ver la buena fortuna del otro, especialmente de quienes tienen algo que creemos que debería ser nuestra.
La envidia es una emoción negativa, claro. Se genera en la incapacidad de obtener lo que alguien más tiene; no solo en lo material sino también en capacidades profesionales, personales, espirituales o familiares. Es un estado mental que se normaliza, convirtiendo al envidiado en un personaje definido permanentemente por esa característica. Y peor, limita el desarrollo positivo de las personas. Esto también ocurre en el ámbito público. Cuando un funcionario ve que otro se enriquece ilícitamente, surge la pregunta: “¿Y por qué no yo también? ¿Qué capacidades tuvo esa persona para enriquecerse que yo no tenga?”. Así empiezan a rodar “los mecanismos” del Lava Jato brasileño y aparece la codicia, prima hermana de la avaricia. Y se casan la envidia y la corrupción.
Siempre se ha hablado de dos tipos de envidia. La “envidia de la buena buena” es sanadora: reconoce el deseo de tener eso que otro posee, pero se transforma en admiración y puede motivar a desarrollar capacidades propias para llenar ese vacío. La “envidia de la mala”, en cambio, genera sentimientos negativos que, por solidaridad, se contagian en grupos de amigos o familiares, alimentando la frustración colectiva y terminando en odio, producto de la incapacidad. Y ella en esta tierra tan fértil para la deshonestidad, esa envidia es un motor importante para empezar por un contratico o por allí y luego un contratazo por allá, en fin. Hasta que se llegue a la ilimitada codicia de los Papás Pitufos.
El camino más fácil es el de la envidia de la mala; basta desarrollarla, frustrarse o corromperse con la ilegalidad o la codicia. El difícil es poner la barra al nivel del envidiado y llegar cerca a él con logros motivados por la envidia de la buena.
Leí alguna vez que los españoles consideran la envidia como uno de sus grandes defectos sociales; y es difícil pensar que lo hayamos heredado desde la colonia. No es para descorazonarnos. Entender de dónde vienen los sentimientos es el primer paso para encontrar el remedio. Como en la gerencia, la comprensión de un problema es el inicio de su solución.